Me dice que me acerque a su lado y le dé un abrazo, me arrimo apoyando la cabeza sobre el pecho que le falta y acariciando los pliegues de su piel. Huele a ella, a nosotras. A esa mezcla de esperanza, espera y demencia que tenemos atrapada bajo el pellejo.
Me aparta y suspira que me echa de menos, que me quiere. Entonces le doy un beso, de esos que se quedan dibujados en la mejilla y no desaparecen nunca.
Me mira abriendo mucho los ojos, abre la boca en forma de secreto y susurra algo que solo yo sé qué significa. Lo entiendo y le regalo una sonrisa y una mirada que hace rebotar en su cabeza que nunca pisaría una hormiga.
Ríe la risa que más añoro y me pide que vaya con ella, que me quede a su lado, que coja el siguiente avión y llame a su puerta. Yo le cojo de la mano y le digo que llegaré, que me espere, que no se vaya aún.
Entonces tomo mi decisión, no voy a ser arquitecta, ni abogada, ni militar: voy a ser cada día más buena para ser cada día más guapa. Pero por encima de todo, jamás dejaré de ser Cándida.
Mar Fresno