Ella adoraba el olor a tierra mojada, y llovía, y no se mojaba, y le encantaba. Él se reía y ella le miraba mientras su corazón perdía impulso para palpitar, lo perdía todo por él, hasta la cabeza. Y llovía, o había llovido, o iba a llover o... ¿Y si llovía, pero el mundo estaba al revés?
El mundo estaba al revés, pero no llovía, había llovido. Eso lo sabía él, pero disfrutaba sabiendo que ella estaría aturdida si no estuviese sujeta a él. Que él no sentiría nada si no hubiese encontrado su corazón perdido.
Ella nunca soportó a Cupido, un dios sin puntería, qué irónico. Siempre decía que tenía más de Marte que de Venus, los genes, supongo. Ella tenía más de Marte también, pero del planeta, ese que resalta entre las estrellas. Vaya tontería, pensaba, destaca por su color, por su pasión. Un planeta con sentimientos... con marcianos. Y no hablemos de los astronautas enamorados... A pesar de eso, míralo, no tiene clavada ninguna bandera.
Pero eso no tenía que ver con Cupido, nada daba una explicación a la flecha que atravesó su pecho al ver los ojos verdes del enamorado, esta vez apuntó su madre, seguro.
Se acercó, como si anduviera sobre la luna, dispuesto a perder el equilibrio por ella.
Y reía, y reían.
Se acercó, como si anduviera sobre la luna, dispuesto a perder el equilibrio por ella.
Y reía, y reían.
Cuanto más se cerraba la noche, más se acercaba a sus labios.
Y cuando se asomó tímidamente la luna, él, celoso, le robó un beso y ella le robó el corazón que tanto buscaba.
Y le preguntó por dónde se iba a Marte.
Y ella le preguntó si era astronauta.
Mar Fresno