En el tren de camino a Nairobi, Kenia, tras acabar
nuestro voluntariado en Mombasa, el paisaje de la sabana es muy seco, con arbustos bajos y árboles de copa larga y recta. De vez en cuando se ve una manada de cebras, de
elefantes, de jirafas o de monos sobre la arena roja. La mujer que está sentada a nuestro lado nos cuenta que su hija nació en Estados Unidos y han venido a conocer sus raíces. Después de hablarnos sobre cuál es la mejor botella de agua, decide preguntarnos uno a uno si vamos a misa y nos
dice que deberíamos ir, porque los que no van son drogadictos y alcohólicos.
Nos defendemos como podemos, hasta que acabamos por darle la razón para dejar de
discutir, no parece una mujer abierta a nuevas opiniones.
Al rato, descubrimos a un hombre sentado detrás de nosotros
que está completamente girado para observar a los únicos blancos del tren. Nos reímos
de la situación, pero no le damos importancia. Al rato, dos mujeres a nuestro lado comienzan a reírse a carcajadas mirando y señalando a Javier, un
compañero nuestro con rasgos femeninos. Pronto, la risa se contagia y el vagón
entero se está riendo sin saber por qué. Ante esto, Javier, que no siente vergüenza,
comienza a reírse aún más alto y yo le grabo con el móvil de Marina.
De repente, la madre africana salta de su asiento y, gritando, me quita el teléfono de la mano. Histérica, dice que sabe que la he grabado,
que no tengo derecho a grabarla y que sabe que lo voy a subir a Internet. Mis cinco
compañeros le obligan a devolverme el móvil y continúa gritándome.
Marina me defiende y la mujer le dice que no se meta, que está hablando
conmigo. Varios pasajeros empiezan a dudar de los argumentos de la señora y se preguntan qué habrá ocurrido exactamente.
Cuando la mujer lleva un tiempo gritando y nosotros
respondiendo sin entender la situación, varias personas se levantan a pedirle que se relaje y nos deje en paz. La madre no se esperaba que su propia raza se volviera en su contra. Nos distraemos jugando a las cartas para dejar de
contestar y la mujer sigue hablando del tema con los que hay a su alrededor.
Después de media hora así, uno de los señores que nos había defendido se cansa y le dice que ya nos había visto borrar los vídeos y que
dejase el tema. Los gritos de la mujer regresan y el hombre nos pide
que le enseñemos el teléfono, pero no se da por vencida y dice
que sabe que existe otra carpeta aparte con los vídeos. Se enfada aún más cuando
nuestras caras cambian porque estamos hartos y grita desesperada que no podemos
tratarla así porque este es su país.
En cuanto dice esto, el vagón entero se levanta enfadado.
Todos los viajeros gritan indignados, le dicen a la mujer que no tiene derecho a decir eso porque ella no representa su país y nos
piden perdón por cómo nos está tratando. Al rededor de 100 personas se disculpan y nos explican que así no es cómo los kenianos tratan a los extranjeros, incluso los empleados del tren están
de nuestro lado y no defienden a la mujer cuando se queja. Con todo el
vagón en pie, sacan todos sus teléfonos para grabar y
nos dicen que les podemos grabar porque no pasa nada. Pero nosotros, con la piel de gallina, estamos alucinando tanto que no hacemos más que dar las gracias y sonreír.
Al llegar a Nairobi, esperamos a salir los últimos para coger nuestro gran equipaje. Al cruzarse por nuestros asientos, todos los africanos del vagón nos saludan y nos vuelven a pedir perdón de manera personal. Kenia tiene humanos llenos de bondad, con un corazón ansioso por acoger a los demás. Nos enamoramos profundamente de este país africano y se nos quedó marcado bajo la piel su famoso Hakuna Matata.
Mar Fresno